Hoy, con esa España que amaron los del 98
Aquí yace media España; murió de la otra media.
Mariano José de Larra
En el Tratado de París de 1898, tras una guerra con los Estados Unidos, España pierde Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Aquel año empieza el siglo XX español, cargado de desastres y convulsiones; con vaivenes de regencias y dictaduras, de repúblicas y monarquías. Los españoles conocen el 1898 como el año del “Desastre”.
El 10 de febrero de 1913, José Martínez Ruiz, Azorín, publica en el ABC un escrito donde sella y brinda pública resonancia al concepto de ‘Generación del 98’, para referirse a uno de los más importantes grupos literarios e intelectuales de la historia de España. El conjunto lo formaban Ángel Ganivet, Ramiro de Maeztu, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, los hermanos Manuel y Antonio Machado, Ramón Menéndez y Pidal, Ramón María del Valle Inclán… el propio Azorín.
Numerosas razones los apuntalan como un grupo coherente: la concurrencia del nacimiento (entre 1864 y 1878), la semejanza de su formación, los vínculos personales, una culminante experiencia generacional (la catastrófica derrota de España y la pérdida de su imperio colonial), la influencia tutelar (que Pedro Salinas atribuye a Nietzsche), un lenguaje característico y, no menos importante, el estancamiento de la generación anterior.
Tienen en común la crítica social y política, su protesta contra la corrupción, la incompetencia y el despotismo. También los une el afán de renovación estética, en cuyo seno conviven la influencia foránea y los poetas primitivos. Admiran al Greco, se apasionan con Larra y aman el paisaje español. De ellos dijo Pedro Laín Entralgo que eran españoles con un “amor fuertemente crítico hacia la realidad, con un amor amargo, que vieron la salida de la insatisfacción a través del ensueño”.
Ángel Ganivet es regeneracionista. En su Ideárium español él dice: “Los árabes no nos dieron ideas; su influjo no fue intelectual, fue psicológico. La distancia que hay entre un mártir de los primeros tiempos del cristianismo y Santa Teresa de Jesús marca el camino recorrido por el espíritu español en los ocho siglos de lucha contra los árabes”. Y agrega: “Don Quijote no ha existido en España antes de los árabes, ni cuando estaban los árabes, sino después de terminada la Reconquista. Sin los árabes, don Quijote y Sancho Panza hubieran sido siempre un sólo hombre: un remedo de Ulises”.
Ramiro de Maeztu ensaya, a través de los mitos más representativos, una exégesis del carácter, del “ser moral” de España. En su libro Don Quijote, Don Juan y la Celestina descubre la ausencia de ideales del español: en Don Quijote, a causa del desengaño; en Don Juan, porque toda la fuerza de su voluntad está dirigida hacia un anhelo inferior: la satisfacción de sus caprichos; en la Celestina, por no tener otro afán que su propio beneficio. Maeztu dice: “Por ser el Quijote el libro del desencanto español, las mejores páginas que se le han dedicado las compusieron extranjeros que también soñaron con una vida de acción […] Turgueneff, el ruso, concibió al leerlo el pensamiento de dividir los caracteres idealistas en dos clases que personificaban en Don Quijote y Hamlet. Llamó quijotescos a los hombres cuyos ideales los empujaban al sacrificio, y hamletianos a aquellos otros en quienes los ideales se resuelven en dudas”.
Pío Baroja es un nihilista, un desengañado visceral, un escéptico que, en más de sesenta novelas, colecciones de cuentos, obras de teatro y unas extensas memorias descubre la crueldad de un mundo carente de sentido. Baroja es médico. Su tesis doctoral versa sobre el dolor físico. Con un lenguaje cargado a ratos de lirismo y ternura, él expresa el dolor moral de sus personajes, la derrota y el desencanto, el fracaso irremediable de sus ideales. Don Pío se canta a sí mismo: “Cuando voy a la orilla del mar, las olas que se agitan a mis pies murmuran: Baroja, tú no serás nunca nada. La lechuza sabia, que por las noches suele venir al tejado de Itzea, me dice: Baroja, tú no serás nunca nada; y hasta los cuervos que cruzan el cielo suelen gritarme desde arriba: Baroja, tú no serás nunca nada… Y yo estoy convencido de que no seré nunca nada”.
Miguel de Unamuno es, a la vez, dos individuos, dos seres, dos visiones. Uno, el angustiado existencial ante la muerte, el sufridor, el agónico, el de la reflexión atribulada ante el destino último del hombre: el de Mi religión y Del sentimiento trágico de la vida. Otro, aquel que descubre en la contemplación del paisaje la intuición de eternidad. Es el Don Miguel de Andanzas y visiones españolas y Por tierras de Portugal y España. En ambos hombres late, vive, trasciende, el poeta esencial, aquel a quien Luis Cernuda llamara “uno de los grandes poetas de nuestro siglo”.
En Niebla, una de sus “nivolas”, dice Unamuno: “¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio: español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote; un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español…!”. El más auténtico de los existencialistas, como lo explicara el filósofo dominicano Andrés Avelino hijo, Don Miguel se calcina en la angustia del vivir: “Sufro yo a tu costa, Dios no existente, pues si Tú existieras existiría yo también de veras”.
Antonio Machado viaja de la contemplación reflexiva del paisaje a la nostalgia emocional, de la preocupación por la raíz del individuo a la angustia por el destino colectivo. Antonio, que “hace camino al andar”, nos dice: “¿Para qué llamar caminos/a los surcos del azar?/ Todo el que camina anda/como Jesús, sobre el mar”.
Camarada de Rubén Darío, Machado es el poeta de la tarde, del sueño, del agua, de los jardines, de los olmos secos, de las fuentes. En sus Proverbios y Cantares, él exclama: “Ayer soñé que veía /a Dios y que a Dios hablaba /y soñé que Dios me oía…/Después soñé que soñaba”. En Juan de Mairena, Machado dice: “Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara”.
En la literatura de José Martínez Ruiz, Azorín, no sucede casi nada. Su expresión se refugia en la nostalgia de la niñez y en el rechazo a las premuras del instante. Son estampas mínimas en las que Azorín procura sujetar los vestigios del momento perpetuado, como forma de redención frente a la tarea destructora del tiempo. La acción azoriniana no lleva a ninguna parte, excepto —como dijera Mario Vargas Llosa en su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua Española— a ese mundo en el que “seres vivos y objetos inanimados parecen haber encontrado su sitio”.
Don Ramón del Valle Inclán es manco y estrambótico y encarna, él mismo, un personaje creado por su genialidad literaria. Se inició en el modernismo y concluyó en el “Esperpento”, una de las más originales e innovadoras creaciones verbales del siglo XX. En Luces de Bohemia, dice Max: “Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”. Al considerar a sus personajes como simples espantajos, el autor puede mostrar una realidad degradada y, al mismo tiempo, inexpugnable a la denuncia racional. “Artista más que poeta, dandi y aldeano, aristócrata natural y revolucionario histórico, hasta puede que masoquista, ejemplar como tío de una pieza (escondiendo tantas), españolazo barbado y gótico de la palabra… el mayor/mejor escritor español de todos los tiempos, en cuanto a acumulación de facultades”, lo ha nombrado Paco Umbral.
En la Generación del 98 hay autodidactismo, subjetividad febril, vanidad y soberbia, nihilismo, patriotismo maldiciente y desengañado. Pero a los del 98 adeudamos, todavía, unos cuantos acopios perdurables. Ante todo, un ‘nivel’. Radicalmente distinto de lo anterior, no sólo en calidad, sino sobre todo en legitimidad. Escribían desde sí mismos, desde lo más profundo y personal, por necesidad última, quizá para saber a qué atenerse y cómo entender el mundo propio. Era de ellos, además, un discernimiento de la realidad de España que sugería una posesión casi física de su circunstancia. Sumado éste a un atisbo de la historia y la cultura de vastedad inalcanzable en otros tiempos. Y algo más: esa tenencia venía sacudida por un amor sin remedio, desgarrado, hecho de fidelidad, descontento y voluntad de perfección. Los escritores de la Generación del 98 recuperan, en suma, el sentido de la literatura vinculada al pensamiento de lo inmanente, digamos, una noción de teoría que fue capaz de hurgar en las raíces abisales de lo ibérico, en la íntima arqueología del ser español.
En algún lugar se ha dicho que, como tal, no existió la Generación del 98. Que todo aquello era modernismo y que el 98 representó, acaso, el ala izquierda del modernismo/simbolismo. Quizá sea cierto. Tal vez. Pero lo irrebatible es que esos hombres, como sugiriera Ortega y Gasset, fueron los primeros en negarse a comerciar con los tópicos del patriotismo, “y que al escuchar la palabra España no recordaban a Calderón ni a Lepanto, ni suscitaban la imagen de un cielo azul y bajo él un esplendor”.
Porque al escuchar la palabra España tan solo se estremecían, y en ese espasmo no había sino dolor.
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