En el corazón de la lucha contra el COVID-19 en RD
Narciso Reyes duró 47 días interno en el hospital militar Ramón de Lara. Estuvo a punto de perder un brazo y de perder un ojo. En dos ocasiones lo ingresaron a cuidados intensivos. Estuvo intubado. Dos veces al filo de la muerte, pero siempre se las ingenió para escaparse.
Es martes a media mañana. Por primera vez en casi cincuenta días Narciso pone un pie fuera del hospital militar. Ya es un paciente negativo al COVID-19 y un número más entre las 3,339 personas que superaron la enfermedad. “Salir es volver a vivir”, dice emocionado desde una silla de ruedas, a escasos metros del vehículo que le lleva a su casa.
A su despedida salieron los médicos que le trataron por tanto tiempo. Les aplauden. Y desde un ventanal en el segundo nivel, al extremo derecho del centro, le saludan sus compañeros de enfermedad, con los que compartió el nuevo coronavirus en los pasillos del hospital militar.
La suya fue una batalla singular. Está consciente de que sale con algunos problemas de salud pero valora lo fundamental: estar vivo. Tras tanto tormento tiene muy claro lo que hará tras llegar a casa: “Arrodillarme y darle gracias a Dios. Es una nueva vida”, dice. Ya no hay voz para hacerle más preguntas. Solo un amén y los aplausos de los familiares que le vinieron a recoger.
Llegaron en dos vehículos y con una alegría tan inmensa que era difícil descubrir a simple vista quién era su esposa o quiénes sus hermanas. “Gracias, gracias”, dice la señora que conduce el vehículo en el que se monta Narciso, con una de esas caras de agradecimiento que no se olvidan jamás.
Narciso Reyes tiene 63 años y es el paciente de origen dominicano que más tiempo ha permanecido ingresado en un centro de salud por el coronavirus. Sus 47 días le convierten en el segundo en sentido general, detrás del célebre italiano Claudio Pascualini (primer diagnosticado positivo en el país), quien permaneció 54 días en este mismo centro militar y que es bien recordado por los panes con chocolate que pedía en el desayuno.
Narciso Reyes, de 63 años, al ser despedido por el coronel Ramón Artiles, director del hospital militar. A su alrededor parte del equipo que le asistió durante 47 días, regocijado por su regreso a casa.
En las afueras, en la calle, tener coronavirus suele ser percibido como una losa pesada. Ser enviado al hospital Ramón de Lara implica mayor preocupación porque aquí es donde llegan los pacientes más críticos. Desde ese 29 de febrero en el que llegó “El Italiano”, el personal del Ramón de Lara ha atendido 202 personas positivas al COVID, 152 recibieron la alta médica y 20 perdieron sus batallas por la vida.
Cuando don Narciso se marcha llega uno de los personajes más divertidos de los últimos quince días en el hospital. Su nombre es Domingo Rafael Wilkes, de 59 años, pescador en Boca Chica, la playa más popular del país.
Sale fuerte y vigoroso. La enfermedad no le hizo mayores daños. Erguido recibe las descargas de desinfección, el último paso en el protocolo para despedir a los internos. Cuando saluda al familiar que lo recoge se le nota la alegría por arriba de la mascarilla. Sonríe. Ya dentro del vehículo uno de los doctores le recuerda, a puro chiste, los cangrejos de los que siempre hablaban.
“Usted tranquilo, comandante. Esos cangrejos van. Usted y yo nos volveremos a ver”, dice agradecido.
Antes de irse le repetimos la misma pregunta que a don Narciso, sobre lo primero que hará al pisar su casa. La respuesta revela que llevaba días dándole vueltas y que lo tenía bien decidido. “Dedicarle más tiempo a la familia. A mis hijos”. Le preguntamos si antes no lo hacía y con una sonrisa socarrona dice que sí, pero no lo suficiente. “Ahora sí”, promete.
Quienes salen este martes son siete personas, el número más alto de egresos que ha registrado el hospital Ramón de Lara desde que fue especializado en tratar el nuevo coronavirus, una pandemia global que ha cobrado la vida de 292,000 personas y que ha infectado a 4.2 millones de ciudadanos.
Este hospital no solo fue el primero señalado para atender casos de COVID-19. Ha sido destinado para los pacientes que mayor gravedad ante el virus presentan. Aquí los pacientes y el personal de atención médica, unas 254 personas, van construyendo la gran familia que planta cara a la enfermedad.
El hospital fue creado el 28 de diciembre de 1958 por el dictador Rafael Trujillo, quien lo bautizó como “Hospital Militar de La Aviación Militar Dominicana Dr. Miguel Brioso Bustillos”. Cuatro años más tarde, ya decapitado el régimen y en un proceso de “destrujillización” nacional, se le cambió al nombre a Hospital Militar Dr. Ramón de Lara, FAD.
Para llegar a su estructura hay que vencer dos mediciones de temperatura, una en la entrada de la base aérea de San Isidro, donde se encuentra ubicado, a 25 kilómetros al este de la capital dominicana, y otra en el camino que lleva directo al hospital.
Y quizá también haya que vencer la sorpresa de la dirección médica y del personal de la Fuerza Aérea de que dos reporteros del LISTÍN quieran ingresar a sus instalaciones. No solo quedarse en la puerta de salida de los dados en alta, sino caminar sus pasillos y conocer cada área del hospital para entender cómo funciona el corazón de la lucha contra el COVID-19 en República Dominicana.
Superadas las tres pruebas anteriores el primer paso es ponerse los trajes de bioseguridad. Es la primera vez que personal ajeno a este hospital camina sus pasillos. Es la primera vez que un personal de prensa tiene tanto acceso al lugar donde se libran las más duras batallas en esta pandemia.
Los pacientes positivos al COVID se encuentran desde el segundo al cuarto nivel. En el piso uno se resuelve todo lo administrativo, de modo que la frase “voy a subir” carga la implicación de vestirse para atender o supervisar a los pacientes.
Cada traje de estos cuesta poco más de tres mil pesos y son desechables a su uso, por lo que al pronunciar la frase se entiende que permanecerás entre cinco y seis horas en funciones de cercanía con los enfermos, y caminando entre los pasillos de los tres niveles superiores.
Quien primero se viste es el coronel Ramón Artiles, director del hospital.
Para vestirse se requiere la supervisión de un compañero que vigila cada detalle del proceso y cuando se termina hay un espejo como último eslabón. “Ese es sobreviviente del ébola”, bromea el director Artiles.
Hace seis años, cuando el virus del ébola sacudió al mundo y entonó las alarmas de precaución, el hospital militar fue preparado para hacerle frente. Ese espejo se adquirió para esa epidemia, nunca se usó y al final ha venido a resolver los problemas de esta pandemia.
Primero hay que ponerse un pijama médico, de los verdes tradicionales que conocemos por las series de televisión o por nuestras visitas a salas de emergencia. Nos ponemos guantes desechables y entonces llega el traje de bioseguridad para luego ajustarnos las botas de goma. Nuevos guantes para mayor protección, que abrazan el vestido blanco que nos aísla de nuestra tradicional realidad.
Llega la subida del zíper y la colocación de cintas pegantes para sellar de manera hermética algunos espacios en las manos y en el cuello. Una mascarilla quirúrgica va encima de la que trajimos puesta. En la cabeza va un gorro médico y luego la capucha del traje.
Cuando parece que estamos completos llega una visera de plástico que nos cubre toda la cara, transparente, similar a la de los soldadores.
El plan de aquí en adelante es subir por las escaleras para adentrarnos en el sitio que mayores casos de gravedad ha manejado en República Dominicana. Iremos a los pisos con pacientes de bajos síntomas; a la unidad de aislamiento, donde se ingresó al italiano Pascualini ese 29 de febrero; a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), en el cuarto nivel, donde llegan los pacientes críticos, para entonces descender por el ascensor hasta el laboratorio, en el nivel uno, donde nos haremos pruebas rápidas del COVID-19 como fase final y de despedida.
La subida al segundo piso es asfixiante. Es una actividad física que con el traje deja sin aliento y sin aire para respirar. Es el paso que antecede a un desmayo. Es necesario sentarse unos minutos para descansar, llenar los pulmones y dominar la mente.
Hay un cambio de estrategia. Tras varios minutos se decide subir por el ascensor hasta el cuarto piso, a la Unidad de Cuidados Intensivos, para entonces usar las escaleras al bajar.
La llegada a la UCI de ese cuarto nivel es fría y en silencio. Abren la puerta dos jóvenes altos, con los mismos trajes de astronautas que llevamos puestos. El director, que previamente ha bromeado con todo el personal y los periodistas en todo el recorrido, asume la solemnidad de la sala. Hoy hay cuatro pacientes. Tres conectados a ventilador, la fase más crítica.
Aquí o en China, en Alemania o en Estados Unidos, cuando se ingresa a la etapa de ventilador las posibilidades de no retornar bailan en el 65 %.
El primero de los pacientes que vemos es un señor de tez oscura, con un tubo que sale o entra de su boca. Cabeza en descanso hacia su izquierda. A su lado, dividido por una cortina, una señora de sesenta años consciente de todo a su alrededor. Mira a profundidad y sus ojos cuentan de su belleza.
A la izquierda hay una chica joven, con teléfono celular en mano, sentada en la cama que escucha el pronóstico que nos revela uno de los médicos. “Ella está mucho mejor, está asimilando mejor el equipo, que era su principal problema”. La joven sonríe.
Un giro a media luna y hay un paciente cubierto con sabana hasta la cabeza. No hay preguntas y no hay explicaciones.
En el descenso nos encontramos con Roberto Genao Díaz, que ingresó el 23 de abril. Es militar. Está comiendo “el chao” del mediodía y al pie de la cama tiene su equipaje. “Solo esperamos el aviso del laboratorio de que está libre y se va”, dice con alegría el coronel Artiles.
Genao hace rato que está en fase asintomática y negativo a todo pronóstico de los médicos que siguen la pelea contra el virus.
Frente a su habitación hay un chico joven, también en su momento de almuerzo, que ese martes ya tiene 28 días ingresado. “Yo voy a cobrar nomina ya”, dice en broma mientras el grupo estalla entre risas. Estas habitaciones son semiprivados de hospitales, digamos, compartidas por dos personas.
Los pacientes no pueden ver a sus familiares mientras les dura el internamiento. Se les provee una de las 52 tabletas que tiene el hospital para que se comuniquen y conversen. También pueden usar sus teléfonos celulares. Los parientes pueden ir cada mañana, de once a doce, para escuchar las evoluciones de los suyos.
El descenso nos regresa al punto de origen, las escaleras aquellas del mareo y el espacio que el doctor Artiles define como el más peligroso en toda la cadena. “Aquí es donde normalmente el personal se infecta”, advierte. Se refiere al proceso de desvestirse, que requiere del seguimiento de otro protocolo.
La idea es colocar la ropa que usamos en los zafacones de utensilios desechables, que van directo a una incineradora que tiene el hospital para todo el material biológico que producen.
Como cabeza del proceso hay una joven amable, que va como supervisora e instructora del proceso.
Superada esa prueba entramos a la fase final. Directo al laboratorio para cumplir con “dos pruebitas de alta eficacia” que miden básicamente dos inmunoglobulinas: IgM, que de ser positivo indica que el COVID está activo y la IgG, que cuenta si hemos sufrido el virus en el pasado.
“¿Han tenido síntomas de la enfermedad?”, pregunta la laboratorista mientras toma las muestras de sangre. Las respuestas que recibe son negativas.
Uno, dos y tres pinchazos son necesarios para uno de los nuevos pacientes. Para el segundo, uno solo basta.
Para el que recibió los pinchazos se decide hacer una nueva muestra ante un error presentado. Quince o veinte minutos, asumidos por el sistema sanitario como rápidos, pero que se extienden un montón para los pacientes.
Llegan los dos resultados.
Uno, negativo a los dos valores. El otro, negativo a IgM. Positivo en IgG.