La soledad de Ábalos y su errática estrategia judicial
José Luis Ábalos dejó el miércoles pasado el Congreso, se montó en un taxi él solo, llegó al Supremo, compareció ante el juez, y salió tan solo como llegó. De vuelta al Parlamento bajó por la rampa del parking, se metió por una puerta lateral que da acceso a la comisaría que hay en el Parlamento y, a través del túnel que comunica el complejo a ambos lados de la carrera de San Jerónimo, llegó a su despacho esquivando a los periodistas. Los mismos periodistas con los que en los días de gloria compartía unos corrillos multitudinarios mientras se fumaba un Ducados. Esos tiempos ya quedan lejos: el otrora todopoderoso ministro de Fomento y secretario de Organización del PSOE se ha convertido en un alma en pena en las Cortes. Su aislamiento es absoluto. Apenas se relaciona con nadie. Se refugia a comer en una cafetería recóndita en la sexta planta. Los antiguos compañeros socialistas que antes le halagaban cuando era el mandamás de Ferraz ahora le evitan. Ábalos tampoco les busca. Si no hay más remedio y hay que saludar, el saludo es protocolario. “Me lo encontré en un ascensor hace un par de semanas y fue una situación incómoda. Le solté el típico, ‘¿qué tal?’ y me contestó ‘muy solo, son todos contra mí”, cuenta un diputado del PSOE. “Si coincidimos le saludo. No hay que perder la educación ni la humanidad”, añade otro. Su única defensora estos días ha sido René, su asistente en el Congreso, que se empleó a fondo para tratar de interponerse ante los cámaras que trataban de grabar su salida hacia el Supremo. “René, déjalo, déjalo”, le pidió Ábalos antes de meterse en el taxi, dar los buenos días al taxista y encaminarle hacia el Supremo.