La cosa que crecía
«Veo incipiente, la oscura realidad…«
(Maine, Hal: La torre encantada)
Poco después de la muerte de su padre, del entierro del mismo, y con el consiguiente dolor que todo ello le produjo, Susana Quezada, marcada con una expresión de indecible tristeza, sacó fuerzas de su interior para entrar a la habitación del fenecido para verla nuevamente, como forma de aproximarse más a él, y hurgar entre las pequeñas cosas que él había dejado allí como colección permanente de su paso por la vida. Para su sorpresa se encontró, entre otras cosas que estaban dentro de la pequeña gaveta del lado superior del pequeño mueble que hacía de mesita contigua a la cama, con un sobre blanco de tamaño largo en cuyo frente el difunto con sus claras letras había estampado el nombre de élla de la siguiente manera «Para mi hija Susana«.
Susana abrió el sobre con gran avidez, deseosa de saber qué mensaje le había dejado escrito allí su padre.
La carta estaba fechada con dos meses hacia atrás de ese día, lo que indica que el padre de Susana sabía que al momento de escribirla su problema de cáncer de páncreas lo tenía demasiado próximo a la tumba. La carta decía lo siguiente:
«Querida Susana:
Para el momento en que hayas encontrado esta carta ya yo habré partido de esta vida. Te escribo estas líneas porque a pesar del vínculo padre-hija tú sabes que yo nunca quise que entre nosotros existiera secreto alguno, sobre todo por la partida a destiempo de tu madre cuando tú apenas comenzabas a ejercer la facultad de recordar, y de ahí la confianza recíproca existente entre nosotros dos. Tu madre y tú fueron las únicas alegrías de mi vida. Pero sí hubo un secreto que guardé aprisionado porque no quería que por alguna imprudencia mía tú quedases desprotegida si yo guardaba prisión por el hecho que a continuación te voy a narrar.
Mi explicación es una tentativa de relato de lo extraño y de lo horrible, y quizás ella sea una de las piezas más inquietantes sobre suceso alguno acontecido en toda Puerto Plata. Probablemente tú misma llegues hasta a dudar de la veracidad de esos sucesos que aquí te narro, pero créeme hija que todos fueron tan ciertos como que tú eres mi hija.
Hace tres años, después de la larga fiebre intermitente que me tuvo débil y postrado en cama durante casi cuatro meses y yo reincorporarme a mi oficio de vendedor de medicinas veterinarias, de fertilizantes y de implementos agrícolas, yo cruzaba por el paraje de El Cupey cerca de donde en esos momentos estaba la casa de los esposos Martínez Cid. Encontraba el paisaje rural normal, como siempre, los mismos ranchos aislados, los mismos paisajes bonitos, los mismos olores naturales, los mismos sonidos de las múltiples aves, etcétera… Hasta que al llegar a la llamada Curva Peligrosa sentí que el guía me estaba haciendo un poco de fuerza, que se tambaleaba algo, claras señales de que una goma delantera se había pichado (en unos países hablan de «ponchado« y en otros de «pinchado«), por lo que rápidamente reduje la velocidad y con toda la suavidad posible fui avanzando para ubicarme en el lugar que consideré más apropiado para poder enfrentar el contratiempo quitando la goma dañada y substituyéndola por la goma de repuesta. Fue así como pude aproximarme a la casa de los Martínez Cid con toda la suavidad posible para que el vehículo no sufriera más de lo que acaso ya pudiese haber sufrido a consecuencia del decaimiento del funcionamiento regular de la goma afectada.
Mientras me acercaba pude ver que el cobertizo de su granja había sido enormemente ampliado, que el sombrío y viejo caserón que antes constituía el viejo cobertizo había sido substituído por una enorme estructura. La ampliación evidentemente fue realizada en el período que correspondió a mi convalecencia.
La suavidad de la conducción que hice del vehículo me permitió, sin proponérmelo, pasar totalmente desapercibido para la pareja Martínez Cid y la prueba evidente de ello es la naturaleza tremenda de la conversación sostenida entre éllos, que ligeramente se oía afuera, previo a yo proceder a materializar el cambio de la llanta con el problema.
–Esa cosa está creciendo aceleradamente y por el tamaño que finalmente va a llegar a tener parece que será algo tan grande o más grande que un Tiranosaurio Rex. No sabemos qué dimensiones va a llegar a tener eso. Fíjate la enorme inversión que tuvimos que hacer mandado a hacer ese cobertizo gigante. Creo que fue un error enorme habernos compadecido de esa criatura cuando, al buscar mariposas no usuales en el límite del fondo del valle Sur con el comienzo de las Lomas Grises, la encontramos con el tamañito y la imagen inocua que en ese momento tenía, sobre todo el error fue mío porque yo fui quien la halló y como profesora de Biología debí abominar de ella al dar por sentado que no conocía que existiese especie alguna parecida en el reino animal, tuvimos suficientes tiempo para el análisis y la reflexión en relación con esto que todo apunta en la dirección de que se nos está yendo de control –escuché que le dijo la esposa al esposo con tono de reproche y de auto reproche y, simultáneamente, con un claro tono de miedo muy pronunciado–.
–Tienes razón, pero yo también tengo la culpa, pues yo también fui profesor de Biología. Si bien al principio y durante algún tiempo no habían emergido pautas claras, debimos buscar asesoría de alguien más conocedor que nosotros en materia de vida animal inmediatamente empezaron a brotar los primeros rasgos horripilantes, apenas empezó a configurarse en esa dirección. Desde hace seis meses para acá por cada día que pasa se transforma en un ser con un aspecto diferente a todos los anteriores en que se había transformado. Y cada aspecto nuevo es tan o más monstruoso que los anteriores. No sé en qué momento irá a parar ese conjunto de transformaciones. Tal parecería que cada una de esas formas que adopta son el reflejo de su evolución. Igualmente parece que el ambiente de esta naturaleza le permite acelerar sus transformaciones, quizás está buscando en su memoria genética cuál es la forma más adecuada y definitiva para vivir aquí. Ya hemos visto cientos de facetas, cientos de formas diferentes y esas transformaciones parecen interminables, ¿eso tendrá miles de facetas o quizás un millón o millones de facetas? Parece que esa evolución que está reproduciendo es una evolución que proviene desde tiempos inmemoriales y que esas formas diferentes igualmente provienen de los diferentes contextos, de los diferentes ambientes de su formación para ir adquiriendo los rasgos que tipifican a cada una de esas formas, parece como si buscara de entre los diferentes modelos propuestos y alcanzados por su evolución aquel que mejor se corresponda al ambiente de esta naturaleza, es como si estuviera analizando y procesando con mucho criterio dicha información para determinar la forma más conveniente a su existencia. La verdad es que esto ha sido una verdadera lección de Biología que lleva a que la vida haya que entenderla más allá de toda la complejidad que de ella conocíamos. A la luz de todas las transformaciones del organismo al que dimos soporte alimenticio desde que era una miniatura y de una apariencia inofensiva, no tenemos la más mínima idea ni de lo que es ni de qué lugar realmente habrá salido este ser que hemos criado.
Al escuchar aquella conversación percibí una clara atmósfera de angustia y, reitero, un sentimiento de culpa en aquella pareja, producto de que tenían algo que no sé cómo cayó en sus manos, que lo empezaron a cuidar y de repente, en algún momento, empezaron a darse cuenta de que aquello que habían estado criando era algo que no era digno del cariño propio de una mascota.
Ello me despertó enormemente la curiosidad por lo que quise indagar por mí mismo de qué hablaba la pareja de ancianos, así que postergué el cambio de goma para no hacer ruido alguno y así poder deslizarme rápidamente hacia la nueva estructura para tratar de ver aquello de lo que éllos hablaban.
Logré ver y lo que vi me aturdió…
Lo que vi a través de la ventana paralela a la mata de mangos a la que tuve que subirme para tener acceso a dicha ventana, es factualmente inenarrable, pues no creo tener las palabras precisas, ni creo que existan, para describir el horror que presenciaron mis ojos, para señalar con claridad todos los detalles necesarios para que alguien fije con precisión en su mente cómo era aquello. No puedo relatar o describir lo que no es de este mundo, no existen los parámetros o referencias para describir lo que nunca había existido en este mundo: aquello era la corporización de lo impredecible y lo impensable… Era algo que no puedo definir, que no puede explicar… Ver la primera forma que vi que tenía adoptada la cosa esa primera vez que la miré significó para mí una perturbación profundísima La estremecedora escena que tuve frente a mis ojos me inquietó de tal manera que sentí haberme quedado paralizado, petrificado, sin capacidad de pensar con claridad, pues sentí un asombro y un miedo irracionales; temores incapacitantes hicieron presa de mí. Eran mis temores subterráneos…Yo no sabía que yo tenía o albergaba o que yo podía tener o albergar esos temores de semejante extrema intensidad.
La imagen que tenía frente a mí era enteramente revulsiva. Era una criatura sombría y tremendamente extraña cuya apariencia era marcadamente horrorosa, de un horror sin límites para la psiquis humana por el impacto profundo que ocasionaba el sólo hecho de verla. La horrible visión era grande e impresionante, ví sus numerosos y nada convencionales ojos brillando en la leve sombra de ligerísima obscuridad interna de aquel enorme cobertizo que se correspondía con el tamaño desmesurado de aquel ser, pues parecía haber sido construido en previsión de que siguiera con su crecimiento. No sé si realmente alcanzó a verme mirándole desde aquella ventana, pero todo pareció coincidir en señalar que algo del exterior pudo percibir, pues pareció haberse quedado viendo fijamente un buen rato hacia la ventana del otro lado, que no era aquella a través de la cual yo miraba horrorizado, y le veía respirando con malevolencia. Sus numerosos ojos sobre gruesos filamentos carnosos se orientaron como radar hacia esa dirección contraria a aquella en que yo me encontraba y largo tiempo permanecieron inmóviles como a la espera de descubrir algo. Por preocupación e instintivamente no me moví, inclusive contuve la respiración y luego pude ver la facilidad con que poco después se dedicaba a fracturar varias cabezas y los huesos de vacas muertas y pude apreciar la terrible e impetuosa avidez con que desgarraba los enormes pedazos de carne de una vaca que tenía en el suelo y se los comía. Su hambre era espantosa e insaciable. Se dedicaba a la devoración. La imagen evidentemente pesada de una silueta enorme, extraña, tenebrosa y horrorosa dominaba aquel ambiente. Era un ser angurriento. Pude apreciar que para evitar un riesgo innecesario y poder introducir la carne con que le alimentaban los Martínez Cid habían hecho instalar un mecanismo que giraba y al hacerlo transportaba la carne hasta un punto del gigantesco cobertizo en que aquello de espantosa forma indescriptible se encontraba.
Mi reacción de terrible espanto no sé cómo no se tradujo en mi caída desde la rama de la mata de mango en que me había subido, pero estoy seguro de que poquísimo debió de faltar para que por mi estremecimiento, al ver aquella cosa jamás vista, yo cayera de aquel árbol. Alarmado y espantado, con el corazón palpitándome estrepitosamente, bajé presuroso, regresé rápidamente a la camioneta y, a pesar de mi gran turbación, hice un esfuerzo enorme para no causar ruido alguno durante la operación del cambio de la llanta, cuestión de que mi presencia pasara totalmente desapercibida para los Martínez Cid.
«¿De dónde vino este horror?« Se preguntaron éllos en la conversación que escuché y fue la misma pregunta que inmediatamente comencé a hacerme yo mil y unas veces desde que pude echar el ojo sobre aquella monstruosidad patente. Tenía mi cabeza llena, nublada, saturada de preguntas. Y a la vez tenía una sola, una única respuesta para todas ellas:
«– Es del todo imposible que esa criatura sea de este planeta. Es una cosa horrible, que no es de este planeta. Es un horripilante ser del abismo del espacio exterior. No es producto de la evolución de la vida animal en este mundo. De otro mundo o de otros mundos sí, pero no de este.« –Me decía a mí mismo–.
Aunque lentamente, pude recobrar la respiración. La imagen horrorosa de aquel ser se quedó grabada en mi mente, pues resultó ser demasiado impresionante, me había afectado muchísimo.
Al día siguiente me la ingenié para volver al mismo sitio, esta vez cuidando de estacionar mi camioneta a una distancia prudente de la casa de los Martínez Cid procurando así que éllos ni vieran mi vehículo ni me vieran a mí.
Y volví a trepar por la mata de mangos para ver de nuevo aquel corpulento espanto viviente. Pero esta vez me encontré con que la criatura había crecido un poco más y que tenía otro aspecto, otro aspecto diferente y todavía más horroroso que el que tenía el día anterior. Si el susto que tuve la primera vez que vi eso fue grande, el susto que tuve la segunda vez fue todavía más grande.
Durante seis días consecutivos practiqué la misma operación y por esa visión de conjunto pude apreciar que la criatura mutaba y crecía, que volvía a mutar y que volvía crecer, que cada día presentaba los rasgos de una nueva, de una diferente monstruosidad siempre más horrorosa que la inmediatamente vista el día anterior. Mi psiquis reaccionaba cada día con mayor espanto que el día anterior. Dichas formas horrorosas representaban verdaderos espeluznantes misterios. Al momento de escribirte esta carta todavía no entiendo cómo el susto in crescendo no terminó haciéndome caer en algún momento de la rama del árbol desde la cual yo acechaba a aquella monstruosidad descomunal. Todo dentro de mí era puro pánico.
Me pregunté cómo la pareja Martínez Cid se la ingeniaría para impedir que los obreros percibieran la presencia de ese ser extraño mientras se dedicaban a construir ese nuevo y gigantesco cobertizo. La única respuesta que encontraba lógica era la de que de seguro la ocultaron en el sótano de la casa mientras tenía todavía un tamaño razonable y razoné que de seguro se habían dado cuenta de que estaba creciendo a un ritmo desproporcionado y que por eso necesitaban un nuevo y amplio lugar y por ello mandaron a construir el enorme cobertizo.
Para que puedas formarte una idea aproximada de lo que vi te puedo asegurar que el infierno mismo hubiera envidiado el extremo horror que representaban aquellas formas monstruosas que adoptaba aquel ser, pues estoy seguro de que ni siquiera ahí el demonio tiene la capacidad de fabricación tan horrorizante que llegó a este planeta con ese ser del que te hablo. Es más: el demonio es un niño de teta, un infante imbécil, un infeliz, comparado con esa fábrica viviente de horror que se había posado en este mundo. «El demonio« lo hubiera envidiado. «El Diablo« de que nos habla la religión se hubiera paralizado y estremecido frente a aquello y hasta hubiera salido huyendo por el miedo de contemplar aquellas formas monstruosas. Hija: El Diablo es «buenmozo«, «bien parecido«, al lado de esa cosa, de esa criatura, que obviamente provino de algún lugar desconocido del espacio sideral. Y más aún: todas las representaciones de seres monstruosos que el hombre ha hecho en dibujos (entre ellos los de los libros que se han publicado sobre «monstruos y seres imaginarios«), en pinturas y en esculturas, como las de las gárgolas europeas, al lado de esas formas verdaderamente monstruosas que vi adoptar por aquel ser del cobertizo de los Martínez Cid, te puedo asegurar que comparativamente son como ositos de peluche frente a lo verdaderamente horrible de aquel ser tan monstruoso. Y en el punto más extremo: todas las cosas que se han dicho sobre seres extraños en nuestro planeta que no se sabe si realmente existieron o no, son cuentos de hadas frente a toda esta verdad que te estoy narrando… Y en cuanto a los dinosaurios y la poca cosa que representaban frente a esta criatura te ilustro la situación diciéndote que ellos eran simples lagartitos frente a esta monstruosidad alojada en ese enorme cobertizo… Creo que con todo esto te lo digo todo…
La vida es extraña y, en ese sentido, tiene en la naturaleza múltiples formas de expresión de ese carácter extraño, pero lo que estaba albergado en el gigantesco cobertizo de los Martínez Cid rompía todos los parámetros de lo extraño. Si cosas como esas, verdaderas criaturas inimaginables por horrorosas, son las que esperan al hombre cuando los astronautas se internen en el Universo, muchos de los que vayan en esos viajes perderán la razón de sólo verlas. Así, pues, mi perturbación se profundizó y se incrementó muchísimo más aún al ver en los días siguientes al primer día el rejuego de formas cada vez más monstruosas y diferentes que aquello adoptaba.
–¿Qué pasará cuando llegue al punto al que evidentemente quiere llegar? –me pregunté a mí mismo–.
Aquello me preocupaba seria y enormemente, pues muchas cosas empiezan así: esperando, hasta que llega el momento de la debacle.
–La forma final, la escena final, no quisiera yo verla –me decía a mí mismo–.
Pero presentí donde acabaría todo esto. De seguro nos aplastará como a moscas cuando llegue ahí, no creo que tras llegar ese momento los humanos seamos capaces de sobrevivir frente a la amenaza que representa la existencia de esa cosa –me seguí diciendo–, pues la percibía como lo que era: como una amenaza capaz de matar más gentes que cualquier guerra, que cualquier peste, que cualquier sequía, que cualquier terremoto o que cualquier otra de las calamidades que tradicionalmente han afectado a la Humanidad.
Yo sentía una ansiedad profunda ante el peligro que vislumbré se cernía sobre mí, sobre esa pareja, sobre todos los habitantes de ese paraje, sobre ti, hija, y sobre todos los habitantes de Puerto Plata y, en general, sobre todos los seres humanos. Cuando me dije lo de las moscas una extraña certeza llegó a mí, y en ese momento también razoné que esa pareja, que, a la luz de su conversación, aprecié su ya conocida formación intelectual, pues ambos habían sido profesores de Biología en diferentes escuelas públicas y colegios privados en Puerto Plata y aunque el miedo había empezado a aflorar en ella, razoné que esa pareja, reitero, había jugado a una temeridad abismal, al permitir que esa cosa llegase a desarrollar el tamaño y las formas monstruosas que fue adoptando no se sabe para llegar a qué punto de su evolución ni cuáles serían las consecuencias de permitirle llegar hasta ahí. No sabía, ni tenía el más mínimo conocimiento o idea de hasta dónde llegaría en esa mutación, pero eso me atemorizaba profundamente, pues cada una de las formas evolutivas que vi eran todas monstruosas y siempre la última era más horrorosa que la anterior. Parecería que se trataba de un ser cuyos ancestros llegaron a vivir en numerosos planetas diferentes, que cada una de esas formas monstruosas de vida correspondían a los respectivos planetas en que se fueron adaptando. De tanto pensar en ello llegué a la conclusión de que muy probablemente debían de existir muchísimos planetas en el Universo en los cuales la familia de ese ser habría borrado todo tipo de vida para prevalecer en los mismos y que al romper el equilibrio ecológico en cada uno de dichos planetas los otros tipos de vida habrían desaparecido para siempre y que, finalmente, hasta esa misma especie monstruosa habría desaparecido en cada planeta afectado por ella al extinguir todo material de qué alimentarse.
Temerle a esa cosa que había llegado a este planeta y que exhibía sus formas horrorosas se había convertido en mi inmediata religión.
Creí lo mismo que estaban pensando los Martínez Cid, que ese ser estaba buscando en sus formas anteriores cuál era la más adecuada para vivir en este planeta y yo añadía que cuando llegara a ese punto su inmovilidad y su apego a ese cobertizo se transformaría en movimiento y agilidad para poner la vida humana a su merced, que los primeros en ser hecho desaparecer serían los miembros de aquella pareja cuasi ingenua y muy vulnerable por su edad que le dio albergue y la alimentó y que después, poco a poco, desaparecerían todos los humanos de ese entorno y que luego seguiría con los humanos de los demás entornos próximos, entre éllos tú; ese ser no le ofrecía más que cadáveres, exterminación, a toda la Humanidad, pensé que había que parar eso, por lo que, sabiendo que la muerte en cualquier momento estaba a punto de caer sobre la especie humana, decidí que lo mejor era ponerle fin, destruir, matar a esa cosa que crecía y se transformaba siempre espantosamente.
Descarté buscar ayuda contándole a otro o a otros lo que yo había visto. Una atmósfera de angustia, de la más pura angustia, la misma que punzantemente rodeaba mi mente, rodearía la vida de Puerto Plata si en este pueblo se enteraban de lo que se encontraba oculto dentro de aquellas cuatro gigantescas paredes, su piso y su techo. Es decir, la misma angustia, la situada en el extremo, en la frontera última de la angustia que me carcomía a mí se transformaría en colectiva y de angustia colectiva pasaría a ser pesadilla colectiva y cualquiera con una salud frágil o con una mente débil que viera aquello corría con el clarísimo riesgo de morir fácilmente o de perder toda su cordura. Y no era para menos: el día que esa cosa llegara al culmen de su adaptación más idónea a este planeta y saliera de ese cobertizo su presencia ante todos y frente a todo infundiría pánico hasta a las piedras al estas verla desplazarse sobre la faz de nuestro planeta, las piedras querrían tener pies y piernas para salir huyendo ante una figura tan colosalmente espantosa, tan colosalmente horrible. Sin la más mínima de las dudas: esa cosa atrozmente siniestra conduciría este mundo a la locura, a la muerte y a su completo derrumbe.
Después de pensar todo esto, si bien profundamente turbado, algo necesariamente ancestral se despertó en mí, algo sorprendentemente extraño surgió de mis adentros, y de lo cual yo jamás imaginé siquiera su existencia y evidentemente estaba inspirado por el instinto o la intuición que operó haciendo brotar y poner en funcionamiento los resortes irracionales escondidos en la personalidad de mi ser. Si esa cosa era bestial, como en efecto lo era, de mi interior brotó algo que también era bestializado. Sentí que los frenos inhibitorios de mi voluntad cedían, que un resorte emocional se movía y emergía haciendo brotar algo que nunca había sentido. Parecía como si una minuciosa furia se precipitaba desde mi interior hacia fuera. Me sentí en disposición de prestarle al horripilante fenómeno la atención que el mismo requería. Yo estaba resuelto firmemente a terminar con la monstruosidad que albergaba el cobertizo de los Martínez Cid.
Ideé un plan en tal sentido.
De esos seis días de horror, de puro horror, durante cinco de ellos yo había podido observar el movimiento de la pareja Martínez Cid. El Domingo se fueron a la iglesia más próxima a la misa de las diez de la mañana. Vecinos de los alrededores ya me habían informado que habían observado que los Martínez Cid en los últimos meses se habían convertido en asiduos, en diarios visitantes a dicha iglesia, como si de repente se hubiesen enterado de que morirían en cualquier momento, y que no faltaban a la misa de los domingos de las diez de la mañana. Que, incluso, algunas personas habían creído notar que cada uno de dichos esposos gemía largamente cuando se confesaban con el cura y que éste sólo comentaba que parecía que ellos habían cometido algo muy grande y grave, por lo que desprendí de ahí que ellos no se atrevieron a decirle al cura lo que concretamente estaba pasando en su cobertizo. Esa cosa cayó en manos de dos ex profesores de Biología, ellos tenían contacto diario, permanente, de ahí a ahí, con esa cosa, su antes «querible extraña criatura«, que ya había empezado a mostrar diferentes facetas de su verdadero yo desde hacía algún poco tiempo atrás, y fue a esa altura del tiempo que vinieron a darse cuenta de que estaban preservando una manifestación de vida totalmente anómala que era un evidente peligro y, no obstante ello, un sentimiento de culpa los frenaba de canalizar el dato de la existencia de esa cosa y por lo que optaron fue por irse a rezar como esperando que la solución respecto de esa cosa proviniese de otro ámbito.
Cuando ese Domingo la pareja se fue a la iglesia del paraje aproveché y ejecuté mi plan extremando la precaución de que gran parte de la gasolina que había llevado le cayese directamente a la cosa para que esta no pudiera salir viva. El plan que ideé fue el de quemar el lugar con el ser dentro. Me obstiné tanto en mi resolución en ese sentido que para ello regresé debidamente apertrechado al respecto, con tanques manejables y con galones de gasolina, a aquel cobertizo del horror, pues en eso se había transformado ese cobertizo de la granja de los Martínez Cid, en una literal casa del horror.
Así murió el espanto extraterrestre, calcinado, y junto con él todas las edificaciones de la granja de los Martínez Cid.
Con lo acontecido llegué a dos conclusiones: 1.- que este planeta no está totalmente bajo el control de nosotros los humanos, que estamos a expensa de cualquier amenaza proveniente del espacio exterior, de que en cualquier momento se puede presentar algún nubarrón en el horizonte del cielo y de que el mismo puede agarrarnos totalmente desprevenidos; y 2.- que el azar domina la Historia y el Universo, pues si esa goma de mi vehículo no hubiese sufrido el piche que sufrió yo no me hubiera enterado de la existencia de esa criatura monstruosa claramente destinada a prevalecer sobre toda forma de vida en este planeta, incluyendo de primera mano a la vida humana.
Pienso, y estoy totalmente seguro de ello, de que con mi proceder, hija, la Humanidad logró librarse de esa bestia salida de algún lugar recóndito del espacio sideral. Si yo no hubiera acometido esa acción puedes jurar y escribir que en lo menos en que se hubiera convertido la Humanidad hubiera sido en un osario de huesos rotos y triturados, pues esa criatura y sus reproducciones hubieran blanqueado la superficie de este planeta con los huesos de sus habitantes. Esa carnicería se habría producido en una escala jamás vista.
¡Sí! ¡Soy culpable, totalmente culpable del crimen de haber incendiado la casa de la pareja de ancianos Martínez Cid en El Cupey! Y nadie supo nunca que yo fui el autor del mismo. Sé que esto te causará sorpresa y probablemente mucho dolor porque sé que la señora Cid fue tu profesora de Biología en la secundaria y que tú y élla se profesaban gran afecto recíproco. Pero, créeme hija, estimé, y estimo todavía al momento de escribirte esta carta, que mis razones fueron de mucho peso para atreverme a cometer ese duro crimen de dejar a esa pareja de ancianos sin techo. En mi fuero interno yo siempre he pensado que actué correctamente, mi conciencia nunca me lo ha reprochado, pues lo que hice fue una defensa respecto de algo que los mismos Martínez Cid ni yo nunca pudimos saber qué era, para ponerle fin a algo que era una amenaza gigantesca no sólo para esos ancianos, sino también para todo ese paraje, para ti, para toda la ciudad de Puerto Plata, para toda la Provincia de Puerto Plata, para todo el país y con toda certeza para todo el resto del planeta.
…Según supe poco después, uno de los vecinos de los alrededores que se aglomeraron para tratar de ayudar a sofocar el incendio creyó escuchar que la señora Cid de Martínez, arrodillada, usó la expresión contradictoria para él:
«–¡Es un milagro!…«
Y que a seguidas su esposo, el ex profesor Martínez, con una de sus manos le tapó la boca. Según la misma persona que me contó eso ése vecino dice que no sabe si fue que escuchó mal o si fue que la ex profesora Cid había penetrado momentáneamente en el reino de la locura al ver que el incendio destruía el cobertizo y la casa de su propiedad y demás construcciones conexas.
Procedí, a lo largo de esta carta, a explicarte mis razones y creo que quizás, al final, ahora, me des la razón. Espero que así sea.
Ese era mi secreto. Disfruta la vida. Te deseo lo mejor.
Tu padre,
Adolfo Quezada.«