El beso y el riesgo de un penalti para todos

El feminismo radical no ha perdido tiempo y ya ha catalogado al controvertido beso del presidente de la Real Federación Española de Fútbol a la jugadora Jennifer Hermoso, con sus recurrentes apelativos: machismo, misoginia, patriarcado y toda suerte de hipérboles con las que etiqueta cualquier comportamiento “sospechoso” del hombre hacia la mujer, desde el más fortuito hasta el que pueda causar los peores agravios.

Sin embargo, esta conducta tendenciosa por parte de un sector del colectivo no debe hacernos perder de vista que, al margen de esos sesgos contaminantes, la violencia del hombre hacia la mujer es un hecho incontrovertible y un verdadero desafío para la convivencia pacífica.

En ese sentido, hay que señalar que el video del momento del beso no guarda correspondencia con la versión de Rubiales, quien aseguró que es Hermoso quien inicia el íntimo contacto alzándolo sobre su cintura, amén de aprobar la materialización del beso en respuesta a una supuesta solicitud por parte de él.

A esa conclusión nos remite un análisis de los códigos no verbales, el cual incluye la velocidad y la intensidad de los movimientos de la máxima goleadora histórica de la selección, la aparente ausencia de su asentimiento con movimientos de la cabeza y lo improbable que resulta el que lo haya hecho mediante expresiones faciales o verbales. A estos indicadores podemos añadir la decodificación de los labios de Rubiales, lo cual torna inverosímil su relato.

Pedir un beso en los labios (código que nuestra cultura ha reservado básicamente para relaciones de pareja) en momentos tan exultantes, es un comportamiento impropio que puede ser interpretado como capcioso, máxime si el solicitante se trata de una figura con poder legítimo sobre la otra parte.

En todo caso, si validásemos la versión de Rubiales, yo me pregunto: ¿Por qué le pidió un beso precisamente en los labios? ¿Por qué ese marcado interés? ¿Qué suma eso a la sana celebración? En honor a verdad, no encuentro una sola respuesta que pueda justificar el desconcertante y antideportivo comportamiento.

Para algunas personas, la importancia de este polémico acontecimiento se ha sobredimensionado. Esta posición puede tener asidero, básicamente cuando estudiamos la cultura de las organizaciones deportivas, donde el éxtasis de los momentos de euforia deriva en manifestaciones afectivas intensas y espontáneas, sin ninguna intención más allá de la celebración y la catarsis.

Aún así, también es preciso reparar en que son frecuentes los casos de quienes, valiéndose de códigos de desempeño legitimados por el grupo, solapan comportamientos que riñen con la normativa ética y hasta con su salud mental, sobre todo aquellos que ocupan posiciones de autoridad y dominio. Actos que suelen traducirse en acosos y otros abusos, en perjuicio sobre todo de mujeres y menores de edad.

Será la investigación ajustada al debido proceso y al respeto a los derechos fundamentales de ambas partes, quien tendrá la última palabra. Hay que evitar que el caso se festine entre la complicidad de un feminismo mordaz y el amarillismo mediático.

De lo contrario, la sociedad española y el resto del mundo derrocharían una gran oportunidad para fortalecer no solo el deportivismo, sino también, las relaciones y el clima laboral de todo tipo de organizaciones, revirtiéndose en una amarga derrota para unos y otros.

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