Enredados en las patas del fideicomiso eléctrico

El proceso de definición de la gestión de la central eléctrica de Punta Catalina se ha enredado en las patas de los caballos del fideicomiso por la insuficiencia del entramado legal que lo sustenta, cuando hasta hace poco ha estado inmerso en las complejidades del entramado del caso Odebrecht con aristas aún pendientes de dilucidar.

El presidente Luis Abinader ha hecho bien en precisar las intenciones del gobierno que preside.

De sus recientes palabras se desprende que “el 27 de febrero próximo someterá al Congreso un proyecto de ley que se ha estado trabajando que tiene como objetivo fortalecer las regulaciones existentes sobre los fideicomisos públicos”. Que el Fideicomiso de Punta Catalina “busca gestionar un bien que pertenece en su totalidad al Estado dominicano, y cualquier tipo de beneficio derivado de la gestión de dicho activo será recibido por el Ministerio de Hacienda”. Y que “ha decidido solicitar al Senado de la República posponer el conocimiento del proyecto de fideicomiso de Punta Catalina hasta que el Consejo Económico y Social (CES) reciba las opiniones de todos los sectores que quieran aportar para buscar el mecanismo más apropiado y transparente en el manejo y preservación de las termoeléctricas”.

Agregó que “pronto se dará a conocer la auditoría técnica que se hizo a esa empresa, y en breve también una empresa internacional iniciará la auditoría financiera”.

El panorama queda despejado en sus dos vertientes básicas: por un lado, la promesa de rendición de cuentas y establecimiento de responsabilidades sobre el proceso de construcción de la planta eléctrica de Punta Catalina; y, por otro, las seguridades ofrecidas sobre la gestión eficiente del patrimonio público. 

Lo anunciado constituye un ejercicio de transparencia y de busca de participación del conglomerado en las grandes decisiones, lo cual no impide, sino más bien estimula, que se hurgue en las minuciosidades de nuestra historia reciente para aclarar qué requiere ser enderezado y qué amerita ser desmitificado. 

En ese sentido hay algo fundamental que debe llamar la atención de todos: la participación del Estado en el sistema eléctrico se ha constituido en una tara demasiado pesada. Las pérdidas anuales recurrentes las paga el colectivo, mientras que los beneficios quedan en focos clientelares y de grupos.

La cifra no puede ser más aterradora: entre el año 2001 y el 2016 el sector eléctrico recibió transferencias corrientes y de capital del gobierno dominicano por un monto de US$11,080 millones. Al 2021 es probable que esta cifra supere los US$20,000 millones. Es decir, en ese período el sistema eléctrico le habría costado a este país alrededor de RD$1,150,000 millones. No solo eso. El sector eléctrico es responsable del grueso del déficit público y del correspondiente endeudamiento externo, cuyo servicio ya es un fardo pesado. 

El pueblo dominicano lo que comparte y sufre son las pérdidas que se generan por la propiedad y administración de los bienes del Estado en el sector eléctrico. Con sus impuestos paga los déficits que se ocasionan. Es un pozo sin fondo, aquejado de males clientelares que se reproducen sin cesar.

Para mantener funcionando tal dispendio se han creado leyes e instancias jurídicas que justifican que el Estado siga incursionando en la generación, distribución y venta de electricidad, en vez de dedicarse por entero a regular y supervisar el sistema y a crear condiciones para que sea competitivo, suficiente y de calidad. 

Urge liberar al Estado de esta onerosa carga y permitirle que invierta estos recursos en infraestructuras para contribuir a la creación de empleo formal y al incremento de los ingresos de la población. Lo subsidiario es que el Estado mantenga asistencias estrictamente focalizadas para cumplir un rol social. 

Desde esa perspectiva no debe abrigarse ningún temor en reconocer la necesidad de liberar al Estado de esta pesada carga. O por lo menos de los activos más onerosos, aparte de integrar el sistema de transmisión como único y nacional y favorecer la unificación de las distribuidoras para favorecer economías de escala.

Si así se hiciera el Estado podría dedicarse con mayor ahínco a sus fines esenciales (justicia, seguridad, defensa, sociales, economía), disponiendo de poderosos y bien constituidos organismos de regulación y de supervisión para garantizar la eficiencia y buen funcionamiento del sistema eléctrico.

Las taras hay que desecharlas. Son un peso muerto para el desarrollo. Lo exigible es que las grandes decisiones estén cargadas de transparencia y de sentido de propósito. No hay que satanizar ni santificar la gestión pública empresarial, pero si limitarla a lo indispensable.