Dos pasos que presentan unas realidades muy diferentes

SD. Son las 7:45 de la mañana de un viernes y el sonido de un hormigueo humano se impone sobre el puente que separa a República Dominicana de Haití en el punto fronterizo de Dajabón.

Es día de mercado y detrás de las enormes puertas de hierro, adornadas con el escudo de la República Dominicana, un mar de haitianos espera su oportunidad para cruzar y participar del impresionante festival comercial que se da dos veces por semana en esta localidad.

Los días de mercado pasan entre 10,000 y 15,000 personas por ese puente. Si en Jimaní se da el mayor intercambio comercial bilateral a gran escala, en Dajabón concurre el más grande conglomerado de gente que pasa de un lado al otro, con la finalidad de comprar o vender todo lo que sea posible, comida, ropa, zapatos, carteras, artículos de cocina, cerveza y ron haitianos, productos de limpieza, entre muchas otras ofertas.

La mayoría de los que están allí o pasaron la noche en el lugar o estuvieron muchas horas aguardando por la apertura de los portones. El murmullo de las miles de personas y el retumbar de sus movimientos, se sienten por todo el puente.

Del lado dominicano, oficiales armados con fusiles y cubiertos con pasamontañas abren una reja contigua a los portones principales y se desata el infierno. Dada la situación del COVID-19 -o a la presencia de periodistas- los soldados deciden no abrir los portones principales y canalizan a la gente por una pequeña puerta a la izquierda del puente.

Rabiosos, quienes esperan en las primeras filas detrás de los portones, comienzan a dar golpes y a empujar, mientras los soldados dominicanos intentan impedir que el forcejeo quiebre las cadenas.

La pequeña entrada no da abasto para quienes, apresurados, buscan entrar a toda prisa para ubicarse pronto en sus puntos de venta o alcanzar las mejores ofertas y regresar temprano para cruzar de regreso sin problemas.

Cuando parece que el caos se apodera de la escena, un musculoso oficial de Aduanas de Haití aparece y a fuerza de garrote impone el orden. Reparte palos del otro lado y ordena las cosas, mientras los oficiales dominicanos le dan la mano y abren las dos hojas de los portones, para ampliar la ruta de entrada. Lentamente el tráfico de personas comienza a fluir, sin que los militares dominicanos hagan intento alguno por detener el flujo del otro lado del puente.

La entrada al edificio del mercado se convierte en la próxima sede del caótico amanecer. El flujo de haitianos se mezcla con los miles de dominicanos que llegan hasta aquí para comprar y vender, por lo que el espacio luce como un caldo de cultivo para cualquier tipo de contagio, entre ellos el COVID-19.

A pesar de que las autoridades sanitarias dominicanas exigen medidas preventivas, entre ellas el uso de mascarillas, el distanciamiento físico en ese avispero de gente es imposible. Los militares dominicanos bromean y aseguran que los haitianos son tan duros que no les da COVID-19.
Lentamente, con el paso de las horas, el caos toma orden. Se arma un flujo continuo de gente en la zona del puente y del mercado, mientras otra larga cola de personas cruza por el río para acceder a la zona donde se vende pollo, separada de la nave principal para fines de salubridad.

Frente al mercado binacional, Diario Libre conversa con el general José Manuel Durán Ynfante, director general del Cuerpo Especializado en Seguridad Fronteriza Terrestre (Cesfront), quien explica que la frontera está en orden, con conflictos mínimos, pero la verja divisoria se hace necesaria desde una perspectiva práctica, sobre todo, para detener la migración ilegal y el contrabando.

“Cerca de los pasos formales, que están asegurados con personal y tecnología, también tenemos algunos pasos informales. Más lejos, la frontera es porosa y hay lugares inhóspitos que se convierten en refugio de paso de indocumentados o de contrabando”, expresa Durán Infante.

“Nuestras amenazas actuales son la inmigración irregular, la depredación ambiental, el narcotráfico, así como el contrabando y el robo de vehículos y ganado, por lo que todo lo que se ponga en la línea fronteriza que contribuya a la seguridad viene a ser un alivio… Una vez colocada la verja, va a controlar mucho el contrabando, el robo de ganado o de vehículos, porque a una altura de 13 a 15 pies, no puede pasar un vehículo o una vaca. En los lugares donde se ha levantado esta valla, se ha reducido considerablemente la actividad ilegal”, agrega, mientras, a su espalda, el vaivén de gente continúa, una actividad intensa, que deja al descubierto la interdependencia que existe entre estas naciones y la importancia del comercio bilateral, sea con verja o sin ella.

Cae el sol en la boca donde el río Masacre, que marca en varios puntos la línea divisoria entre Haití y República Dominicana en el norte de la isla de La Española, y la actividad en el paso informal de Manzanillo, en Pepillo Salcedo, se mantiene.

Desde el lado haitiano, una yola trae a un grupo de personas que cruzó a Haití a predicar el Evangelio y se devuelve con la compañía de algunos haitianos que iban a comprar alguna cosa o a visitar familiares.

Los viajes de la yola, por los que se cobra entre 50 y 100 pesos dominicanos, van y vienen sin parar, mientras un militar dominicano, sentado en una silla plástica con su fusil al costado, no hace nada para evitarlo y no pide documento alguno a los que se mueven entre un lado y el otro de la frontera.

“Esto es tranquilo. Esta gente que pasa por aquí va para la iglesia, a comprar, a visitar algún familiar, pero se regresan. Son gente buena”, afirma a Diario Libre, sin despegar la mirada de su aparato celular.

Toma menos de un minuto cruzar el cauce del Masacre para estar a un lado o al otro. Como ha sido usual en toda la frontera, no poca gente aquí prefiere no ser fotografiada ni identificarse, aunque hay personas, como el comandante de una de las yolas, que no tuvo problemas en salir en las fotos, pero prefiere no decir su nombre a la hora de hablar con Diario Libre.

“Aquí pasa gente de un lado para otro hasta de noche. Hay gente que duerme en una de las orillas y se pasa al otro lado por la mañana. Viene mucha gente de Haití a trabajar, comprar y vender, pero son gente buena, aquí no hay problemas”, sostiene el navegante, a quien la idea de una verja no le causa gracia alguna.

“Si nos ponen una verja aquí, no tendremos modo de vida y esa gente se morirá de hambre. Yo soy dominicano y creo que esa no es la salida, porque los que quieren hacer cosas malas se las van a inventar siempre”, agrega.

Ivonne Baptiste es haitiana residente en Manzanillo desde hace 11 años y está casada con un pescador. Dice que ambos están legales en la República Dominicana y que sus hijos son dominicanos. Es líder de una congregación evangélica y diariamente cruza a Haití para llevar comida, ropa, predicar y traer personas a su iglesia en el lado dominicano. La idea de una verja divisoria no la hace feliz.

“Me preocupa porque por este lugar pasa gente que tiene papeles o gente que viene a atenderse problemas de salud y se va. Hay gente que viene a vender algo y luego se va. Aquí no hay problemas con los haitianos, nos llevamos bien… En Haití la vida está muy dura, difícil, y ellos vienen temprano a vender algo, se llevan su comida para su familia y regresan a Haití”, manifiesta Baptiste.

Mientras ella habla, el militar sigue en lo suyo y otra yola, a lo lejos, llena de paquetes y con tres personas a bordo, cruza lentamente y se pierde en el manglar de las costas haitianas.

La pirámide 01, el mojón que inicia el conteo de los 380 kilómetros de frontera entre Haití y República Dominicana, está enclavada en la boca del río Masacre. Al atardecer, esta zona fronteriza es lo más parecida al paraíso y, al sentarse sobre el monolito de concreto que indica la división entre un mundo y otro, el panorama invita a la reflexión y a cuestionarse si un paisaje como este merece ser alterado con una verja divisoria.