El Mundo que quedó atrás

A manera de introducción

La lectura de esta obra pudiera dar la falsa impresión que he  intentado incursionar en el género autobiográfico. Si bien la mayoría de los relatos iniciales son el resultado de vivencias y recuerdos personales de épocas difíciles, el propósito no ha sido, por supuesto, reseñar mi propia historia. Las ideas y episodios narrados en este espacio son  frutos de experiencias del quehacer periodístico contados ya de la misma u otra manera en oportunidades anteriores y por distintos medios, tanto orales como escritos.

Pasajes  enteros se refieren a situaciones conmovedoras y dramáticas que me tocó observar o experimentar en carne propia. Al recrearlas, aspiro a alentar sentimientos parecidos en el lector. Con toda probabilidad, las historias aquí contadas habrán sido vividas de igual manera y con idéntica intensidad por muchos otros. De modo que nada extraño sería que alguien experimentara la misma dulce sensación que se adueñó de mí al recrearlas para un libro.

Con ello he querido básicamente dejar un testimonio de un mundo que dejamos atrás y que no volveremos a vivir jamás, para suerte o desdicha de esta y otras generaciones.

CAPÍTULO I

En los duros años de escasez familiar, durante mi adolescencia, de los que a pesar de todo perduran en mí gratos recuerdos de escenas filiales, desordenadamente incrustadas en un apartado escondrijo de la memoria, surgió en aquella pequeña casa de la Fabio Fiallo la necesidad de racionarlo todo. Eran tiempos, sin embargo, en que las cosas parecían más fáciles.

Las complejidades del progreso y los avances de la ciencia, no ofrecían las comodidades de la televisión por cable ni las facilidades de las llamadas internacionales por discado directo. A pesar de ello, la vida poseía sus encantos.

El racionamiento comenzaba en casa con el atuendo para la escuela y terminaba en la noche con la cena, en la que  pocos pesos bastaban entonces para los alimentos comprados en el colmado de Nando, en la esquina, suficientes para papá, mamá, mis cinco hermanos y yo.

Tilo, apodo del que después se hizo médico y ejercíó en Estados Unidos, y segundo en edad, sentía ya para esa época la necesidad de hacerse sentir entre sus compañeros. Era la vanidad propia del muchacho de una familia de clase media que de una relativa y cómoda prosperidad, por un golpe adverso del destino, con la fuerza de un disparo, había sido sumida en la precariedad, rodeada de escasez y dignidad.

La mayor parte de las pequeñas riñas familiares sobrevenían cuando ese hermano, que solía ponerse las camisas de mi padre, negaba a Luis, el mayor, el derecho a usar las suyas. De esa época difícil me quedó la inclinación de reparar los trajes, cuando unas cuantas libras de menos o más llegan a hacerlos inútiles en el guardarropas. 

Tan  peculiar costumbre pareció transmitirse a otra generación familiar.Tan pronto como el convencimiento de la pubertad hizo a mi hija Lara ruborizarse de sus propias dotes, le nació la fascinación por parecerse a su madre. Fue el período en que adquirió la inclinación a ponerse los vestidos de ésta, sólo por la mera satisfacción de hacerlo.

Yo podía ver, en medio del pequeño gesto de protesta e indignación de la madre un profundo brillo de alegría en su expresión, como si nada le enorgulleciera tanto como el que su hija le despojara temporalmente de una prenda. Expresión que pude ver en los ojos de mi hijo, días después cuando al prepararse para el colegio, Miguel que entonces cumplía ya 15 años, decidió ponerse un polo-shirt mío sin ningún rasgo de rubor. Nunca me pareció tan cerca y al estrechar su mano grande y fuerte de adolescente sentí como si el correr de su sangre fluyera realmente por mis venas.

Y como el día en que su madre descubrió con un grito, mezcla de asombro y alegría, su primer pelo de barba sobre el mentón, encontré de nuevo tema ese día para un artículo.

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Después de dedicarme a escribir una columna diaria durante más de diez años, de pronto me llegó en 1987, el momento de un receso. Al pasar a ocupar la Dirección General de la Corporación Dominicana de Empresa Estatales (CORDE) decidí que en un momento dado mis opiniones podrían carecer de la ecuanimidad y total independencia de criterio con que las había mantenido, con mucho esfuerzo, resistiendo a las presiones más diversas.

De todos los artículos que había escrito en mi vida, ese día me encontré ante el más difícil. Temía que algunos de mis lectores .a fuerza de escribir a diario uno llega a gozar del privilegio de tenerlos. creyeran que intentaba una despedida. Lo condenadamente difícil de esa última columna, en esa fase temporal de mi vida profesional de periodista, era lo malo que siempre he sido para decir hasta luego. Lo que trataba de explicar, por obligación elemental ante quienes se concedían la molestia de detenerse periódicamente ante ese espacio, era que de todos modos un día estaría de nuevo de vuelta.

¿Qué se siente al tomar una decisión de esta naturaleza? Entre muchas otras sensaciones, un profundo vacío intelectual, que en el fondo sólo muestra la vanidad oculta en cada gesto o acción humana. Ese tremendo defecto personal, común a todos los hombres y penosamente pronunciado en nuestro medio periodístico, lo he combatido internamente pidiendo siempre a Dios fuerzas para resistir la lisonja y vencer la soberbia o cualquier asomo de prepotencia.

Cuando salí del despacho presidencial luego de juramentarme como director general de la Corporación Dominicana de Empresas Estatales (CORDE), en un gesto mecánico introduje mi mano derecha en un bolsillo de la chaqueta y saqué un grueso fajo de tarjetas y papelitos, de peticiones que me habían hecho en el corto tramo comprendido entre la entrada de Palacio y el antedespacho del mandatario. El consorcio poseía 24 empresas. Yo necesitaba de por lo menos otras 75 para complacer las solicitudes para puestos de administradores que me habían hecho en ese trayecto.

En INAZUCAR no me visitaba tanta gente. La causa era, naturalmente, que allí no podía nombrar a casi nadie ni otorgar contratos. En los dos meses que ocupé la dirección de CORDE me enteré de que tenía por lo menos ciento cuatro primos y tíos de los que nunca había oído hablar. Una tarde fue a verme, aduciendo una emergencia personal muy grande, un .amigo de infancia.. Le dijo a mi secretaria que habíamos sido los mejores camaradas en una época y estudiado juntos en la misma escuela. Yo salía en esos momentos de mi despacho y escuché esa parte de la conversación. El hombre tenía no menos de sesenta años y a mis cuarenta era difícil que hubiéramos estudiado juntos.

La historia del tío que me quería .inmensamente. fue todavía más aleccionadora, cuando le saludé como a cualquier visitante y preguntó a mi secretaria quién yo era. Hubo otro que tuvo la cachaza de .recordarme. una experiencia común vivida en Montecristi en la campaña de 1978, lugar donde nunca había estado y menos en labores proselitistas.

Un secretario muy influyente de Palacio me enviaba siempre papelitos con recomendaciones de empleo. Los primeros días tendía a prestar atención pero cuando vi que excedían mi capacidad para situarlos, le llamé para preguntarle cuáles de ellos tenían prioridad, dadas las presiones de empleo que entonces se ejercían sobre el gobierno, para tratar de encontrar alguna solución. Me respondió que ninguno, que no les hiciera caso. Pero a muchos de esos papelitos sí había que hacerles caso.Cuando los identifiqué cambié de táctica y los echaba todos al cesto. A partir de ahí comencé a tener problemas.

A un administrador .figura política de cierto prestigio que había sido congresista. le cambié de posición poniéndole en una empresa más importante en atención entre otras cosas a sus méritos partidarios. Me convertí en una especie de benefactor para él. Daba gusto verle en mi despacho, a donde iba regularmente con lisonjas de todo tipo. En una ocasión no pudo contenerse y me abrazó con tanta fuerza que la emoción apenas alcanzó a dejar oír su voz, trémula como próxima al llanto: .Nunca olvidaré lo que has hecho por mí.. Yo pensaba que su nueva posición no merecía tanto y llegué a implorar a Dios por la oportunidad de poder dar a ese hombre el premio que merecía.

La noche que se publicó, pocos días después, mi renuncia irrevocable al cargo, mis compañeros le vieron borracho celebrando la noticia en un club de ejecutivos, en compañía de otros. .Brindo para que no se arrepienta., dijo alzando la copa.

Un señor en Palacio, que parecía muy amigo de un influyente funcionario, me llamó a un rincón y me entregó un papelito recomendándose él mismo para un puesto. Había escrito su dirección y teléfono en el reverso de una carta obscena que pensaba dirigir a una mujer que parecía, por el texto, la secretaria de un amigo. Casi en su presencia, lleno de vergüenza cuando leí el texto, rompí el papel y tuve que aceptar estoicamente una andanada de insultos en los que me recordaba que no era más que un desconsiderado que me había envanecido con la posición, y a quien el Presidente bajaría pronto los humos.

Si había aprendido algo a lo largo de mi carrera profesional, la que me sirvió en mi breve experiencia como servidor público, era aquilatar en toda su dimensión, la importancia de la humildad. Nunca me he sentido más fuerte y preparado para la lucha, cualquiera que ésta sea, como cuando siento la certidumbre, todavía años después, de que la humildad domina en mí, sobre todo otro sentimiento o flaqueza humana.

Cuando mi padre murió, aquella triste y plomiza tarde de mayo, lo que proporcionó el valor necesario para soportar la tragedia enorme que se abatía sobre nosotros, no fue más que la inmensa sensación de pequeñez que de mí mismo y de mis hermanos, reflejó su muerte. La verdadera grandeza de su existencia estaba no en sus muchos logros personales, de su vida una extraña conjugación de éxitos y fracasos que terminaron por abatirle cuando ya le faltaban fuerzas físicas para enfrentar las tempestades, sino en la sencillez de su corazón y en su increíble percepción para captar la esencia pura de la existencia humana en la más intrascendente de las escenas cotidianas.

Tras su expresión adusta y severa flotaba un corazón tan dulce y transparente como la miel. Había luchado contra viento y marea y confrontado las peores vicisitudes en la forjación de la más grande y exitosa de sus empresas personales, que era su familia, y sin embargo había logrado proteger las fibras esenciales de su corazón, al punto de poder encenderse interiormente ante el esplendor de una naciente flor o las lágrimas de un niño hambriento. Era allí donde residía su verdadera naturaleza y de donde yo extraje, desgraciadamente en la etapa final de su vida, los elementos fundamentales del amor y la admiración que la muerte y el tiempo no han logrado 

De todas sus virtudes, la que más apreciaba en cualquiera de nosotros, sus hijos, era la de la sencillez y la humildad. Las demás carecían del valor esencial de éstas, porque sabía que el talento, la riqueza y la belleza física, eran después de todo temporales como la vida misma y enanas ante la grandeza de Dios. Como en el caso de los hombres, creía que las grandes naciones, habían llegado a serlo sólo por la comprensión absoluta de sus limitaciones y posibilidades.

El punto decisivo de mi carrera profesional se remonta al momento en que comprendí, en toda su intensidad, el poder real de la palabra escrita. El conocimiento de cuán destructivo o constructivo pudiera ser finalmente un artículo periodístico, me hizo ser prudente; desarrollar un instinto natural de protección no contra mí, sino contra la honra y la seguridad ajenas.

Había ejercido el periodismo desde un prisma completamente crítico. Pero lo había hecho a sabiendas de mis responsabilidades y limitaciones y con absoluta y plena libertad de conciencia. Sólo cuando estuviera profunda y cabalmente convencido de que podría actuar de nuevo en esas condiciones estaría de vuelta.

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