La censura que enfrentó El Caribe en medio del caos y un golpe militar

La noche del miércoles 17 de enero de 1962, después de casi dos días de caos y protestas generalizadas, el gobierno militar instalado horas antes, intentó imponerle la censura a El Caribe, lo que este periódico eludió dejando espacios vacíos y cubriendo su logo con un cintillo advirtiendo a sus lectores sobre la medida oficial, sin retirar o suprimir ninguna de las informaciones que El Caribe defendió frente a la amenaza militar, valiéndole el apoyo de los diarios independientes de toda América.

El relato que sigue del periodista y escritor Miguel Guerrero,extraído de su obra “Enero de 1962. El despertar dominicano”, narra el ambiente prevaleciente en el país en esos días difíciles.

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“Se puede muy bien despojar a una historia de su realidad al  intentar hacerla demasiado verídica”

                                                                                     

OSCAR WILDE

Eran aproximadamente las 11:25 de la noche cuando el Chevrolet negro matrícula oficial abandonó el área restringida del parqueo del Palacio Nacional y se internó en la calle Doctor Delgado.  Una ráfaga de ametralladora se oyó a distancia.  La ciudad dormía anestesiada por horripilantes episodios de violencia y sangre.

Había dejado de llover momentos antes y del pavimento aún caliente subía un vapor que hería las narices.  A una leve señal de uno de los dos ocupantes del asiento trasero, el conductor, un cabo vestido en sudoroso traje de faena, bajó las ventanillas delanteras.  Un repentino soplo de viento acarició suavemente los cansados rostros de los dos personajes que permanecían en silencio mirando las oscuras callejuelas al paso lento del automóvil.

Tan condenada noche húmeda y calurosa, como todas en aquel agitado invierno con temperaturas superiores a los 28 grados Celsius, tenía un significado especial para esa pareja tan extraña.  La ciudad hervía tras los peores estallidos de violencia en muchos años y el Gobierno instalado la noche anterior parecía condenado de antemano.  Los dos hombres –el capitán de fragata Francisco Amiama Castillo y el doctor Eudoro Sánchez y Sánchez- tuvieron aún tiempo para reflexionar sobre su ingrata misión, cuando el coche pasó por alto una señal roja del semáforo en la esquina de la Avenida Independencia y se internó luego por la calle Padre Billini.  La vía estaba franca. 

Con la excepción de uno que otro vehículo militar no había tránsito esa noche, a causa del toque de queda.  El automóvil se deslizó a mayor velocidad hacia su destino: el edificio del matutino El Caribe, en el punto más apartado de la zona colonial, en la intersección de las calles El Conde y las Damas, allí donde España había sentado cuatro y medio siglos atrás el centro de actividad de la primera colonia europea en el Nuevo Mundo.

Un relámpago rasgó la densa y mortecina oscuridad dando un toque de tenebrosidad al ambiente.  A lo largo del trayecto, algunos ojos curiosos espiaban por las ventanas de las viviendas sumidas en la penumbra al paso del automóvil.  Para Sánchez y Sánchez se acercaba una misión ingrata.  Como periodista retirado no era tarea fácil aquella.  Tampoco lo era para el tranquilo oficial de carrera sentado a su lado.  El primero hubiera querido quedarse en casa aquella noche.  El segundo prefería estar en su cuartel.  Aquella noche del miércoles 17 de enero de 1962, el Ejército estaba en alerta y él, Amiama Castillo, había recibido un llamado urgente de Palacio, la sede del Gobierno.

En medio del caos que envolvía a todo el país, se les había encomendado ejecutar la censura de prensa.  Una rápida y violenta sucesión de acontecimientos muy graves estaban precipitando cambios que escapaban al control de todo el mundo.  Un nuevo gobierno había sido formado la noche anterior.  Pero la Junta Cívico-Militar que sustituyó el Consejo de Estado en medio de la confusión reinante no parecía tener mucho futuro.  El presidente del Consejo, doctor Joaquín Balaguer, había renunciado.  Otros cuatro miembros –Rafael F. Bonnelly, Eduardo Read Barrera, Nicolás E. Pichardo y monseñor Eliseo Pérez Sánchez- habían sido encarcelados y forzados a dimitir.

 La Junta que tomó el control de Palacio había encontrado inicialmente dificultades para integrarse por completo.    Se habían anunciado originalmente cinco miembros: tres civiles –Armando Oscar Pacheco, Luis Amiama Tió y Antonio Imbert Barrera- y dos militares –el contraalmirante Enrique Valdez Vidaurre, de la Marina; y el mayor piloto Wilfredo Medina Natalio, de la Aviación Militar.  Sus dos otros integrantes, el licenciado Huberto Bogaert, quien la presidiría y el coronel Neit Nivar Seijas, del Ejército, no habían aparecido en la proclama porque estaban fuera de la ciudad en ese momento.  El hombre fuerte detrás de ella era el general Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavarría.  Aunque Bogaert había asumido en la mañana de ese día la Presidencia, algo era obvio: su tiempo estaba contado.

La Junta fue instaurada a las 10:25 de la noche del martes 16 en una ceremonia en el Palacio Nacional, cuando todavía el eco de los grandes disturbios de horas antes consternaba la ciudad.  Cinco personas habían muerto ametralladas por las tropas y más de una veintena había resultado herida.  Débiles columnas de humo se levantaban todavía sobre los restos de edificios incendiados por turbas enfurecidas.   El acre olor a neumáticos quemados cargaba el aire.  La violencia seguía apoderada de la ciudad y los militares se mostraban incapaces de controlar la situación y restablecer el orden.  Por lo menos otras ocho personas habían muerto en la cadena de incidentes sucesivos.

El servicio meteorológico había pronosticado tiempo medio nublado, aguaceros diversos con vientos suaves a moderados y temperaturas sin cambio.  El clima político era menos estable con vientos de tormenta soplando hacia todas las direcciones.  Los militares habían disparado contra una multitud reunida en el Parque Independencia frente al local del Distrito, o sea de la ciudad, de la Unión Cívica Nacional (UCN), la principal fuerza opositora.  La Junta instalada en medio de un acto de fuerza había establecido el estado de sitio en todo el país.  Informes provenientes de diversos puntos del interior insinuaban un estado general de intranquilidad y rebelión civil.

El martes 16 multitudes recorrían las calles céntricas de Santo Domingo desde las primeras horas del día.  Preocupadas por la agitación que amenazaba la estabilidad del régimen, las autoridades despacharon tropas especiales de la Aviación Militar a restablecer el orden.  El foco de las protestas se había centrado frente al local de la UCN, desde cuyo balcón los altoparlantes difundían aires marciales  y  proclamas  contra  los  militares  de  San  Isidro,  la  base  principal  de la fuerza aérea que había sido el cuerpo élite de Ramfis Trujillo,  el hijo mayor del tirano, Rafael Trujillo, muerto a tiros en una emboscada la noche del 30 de mayo, siete meses y medio antes.

La excitación se fue apoderando de la muchedumbre en constante aumento, a medida que avanzaba el día.  En horas de la tarde llegaron los primeros refuerzos.  Tanques de guerra se situaron frente al local, obstaculizando el tránsito de vehículos por el tramo de la Arzobispo Nouel, comprendido entre las calles Estrelleta y Palo Hincado.  Otros vehículos blindados se habían situado en diferentes puntos de la vía y alrededor del parque, donde cientos de personas palmoteaban y lanzaban consignas en contra del Gobierno.  Desde un altoparlante se escuchaba la voz grabada del líder de UCN, doctor Viriato Fiallo: “¡Basta ya, basta ya!”

Claudio Vásquez había estado formando parte de la multitud desde las diez de la mañana.  Cansado, empapado de sudor y con el estómago mordiéndole por el hambre, tomó la decisión de irse.  Miró el reloj de pulsera Atlantic que le había regalado su madre hacía apenas unos meses al cumplir los 17 años y se dirigió a su compañero, José Américo Tavárez, su entrañable vecino de los alrededores del Parque Eugenio María de Hostos, en Ciudad Nueva.

 -Son casi las cuatro- le dijo-, vámonos.

La barra Dumbo, situada en la planta baja del edificio de dos pisos que ocupaba la UCN, frente al parque, había cerrado antes de la llegada de los tanques y las tropas de refuerzos.  “Si queríamos comer teníamos que irnos.  Por eso convencí a José Américo de que regresáramos a casa.  Además, tenía miedo de la actitud de los militares.  Uno que estaba enfrente de mí, lucía nervioso y excitado en grado extremo y vi cuando rastrillaba su ametralladora”, diría Vásquez años más tarde.

La pareja de amigos había alcanzado ya la calle Pina con Canela, cuando a sus espaldas se escucharon los primeros disparos.

Los acontecimientos se habían sucedido en tropel, con una rapidez asombrosa a la que no tardarían en acostumbrarse los dominicanos.  Los vientos iniciales de libertad y democracia habían creado una válvula al través de la cual se escapaban los excesos.  En las principales ciudades del país se producían hechos inusitados de violencia.  Las autoridades parecían incapaces de hacer frente a estos brotes emocionales de multitudes espontáneamente formadas para dar satisfacción a impulsos reprimidos durante largos años.

A pesar de ello, el año recién iniciado parecía lleno de promesas alentadoras.  Junto al caudal de malas noticias, que tendían a estimular el tradicional pesimismo nacional, ocurrían hechos esperanzadores.  La democracia daba sus primeros pasos para sepultar los vestigios del orden tiránico cuyos remanentes todavía pugnaban por sobrevivir y conservar su influencia. 

El presidente Joaquín Balaguer actuaba con prudencia, consciente de que la precipitación podía ahogar, bajo la marea del entusiasmo y la ira popular, los primeros aleteos democráticos.  El proceso mismo de destrujillización, frente al cual parecía haber consenso nacional, no se presentaba como una tarea fácil, capaz de llevarse a cabo de la noche a la mañana. La experiencia de la fallida intentona de golpe trujillista, que había desencadenado a mediados de noviembre hechos singulares y determinado la expulsión de los remanentes de la familia del dictador asesinado mostraba en toda su desnudez los peligros que aún acechaban.

Los Trujillo intentaron el 19 de noviembre de 1961 un golpe de fuerza para preservar el poder y perpetuar a Ramfis, jefe de las Fuerzas Armadas, en el solio usurpado por su padre durante 31 años.  Las presiones internas y de Estados Unidos, que estacionaron buques de guerra en las aguas territoriales dominicanas disuadieron a los herederos del dictador.  La intentona fallida determinó el exilio definitivo de los familiares de Trujillo.

La economía era una prioridad tan inaplazable como las libertades públicas. En medio del ambiente carnavalesco proyectado por la lucha política, sólo Balaguer, en el gobierno y Juan Bosch, en la oposición, entre los líderes nacionales, parecían tener un cuadro completo de la situación nacional.  A los ojos de  los  demás,  la  herencia  trágica  de  miseria  y  escasez  de  la  tiranía  podía supeditarse a la natural necesidad de la población de reprimir sus ansias de libertad tanto tiempo encarcelada.  Para la mayoría de ellos el tema político tenía prioridad sobre el debate económico. Pero los problemas sociales parecían impostergables.  Algún tiempo después Bosch expondría su posición de esa época en los términos siguientes: “El día de mi llegada a Santo Domingo los jóvenes del barrio Ciudad Nueva se batían con la policía.  Esos jóvenes eran catorcistas, comunistas, emepedeístas o no pertenecían a ningún grupo, pero formaban la vanguardia de acción directa de Unión Cívica y peleaban contra la policía porque pensaban que la lucha nacional debía de llevarse a cabo en el terreno político.  Ninguno de ellos creía que la solución de los problemas debía buscarse en el campo económico y social”. (“Crisis de la Democracia de América en la República Dominicana”, pág. 40, 3era. edición, Centro de Estudios y Documentación Sociales, A.C. México, D.F.).

Bosch estaba persuadido de que el propósito de la UCN era la simple sustitución de Balaguer y del Secretario de las Fuerzas Armadas, mayor general Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavarría, no la implantación de reformas, y así lo explica en el libro citado:

“En cosas de días se sentía crecer la presión; se veía a los jóvenes de acción de la UCN destruir las bombillas de las calles mediante el uso de tirapiedras infantiles que  manejaban con asombrosa puntería; se les veía romper vitrinas y provocar motines; en horas de la noche resonaba por los barrios de pequeña y mediana clase un intenso golpear de latas cuyo fin era extender la agitación por actos reflejos; las cadenas telefónicas funcionaban sin cesar transmitiendo rumores, consignas y chismes; de las estaciones de radio salían una tras otra incitaciones a la violencia; en los mítines radiales se predicaba la guerra santa contra Balaguer y lo mismo se hacía en los periódicos de la UCN y del 14 de Junio.  Pero no se hablaba de reformas, y eso era lo único que le interesaba a la masa popular.  Sólo el PRD mantenía su propaganda sobre las reformas y sólo el PRD no predicaba odio.  No interesaban las reformas sociales y económicas, aunque las hiciera Balaguer -y de ser posible, hechas por Balaguer, puesto que, a nuestro juicio el pueblo no podía esperar-, porque el PRD no estaba luchando por el poder sino por un cambio beneficioso para las grandes masas”.

Balaguer, en su difícil situación, parecía haber adquirido conciencia de la importancia de las reformas.  En el ojo del huracán, luchando por salvar la marcha del proceso y asentar lo que a su entender serían las bases de la democracia futura dominicana, debía también preocuparse por su propia seguridad.  Él estaba de hecho señalado.  Como colaborador íntimo de Trujillo estaba obligado a cargar con ese estigma y lucía dispuesto a cumplir con su responsabilidad cualquiera que fuese el precio.

Balaguer había asumido su papel con vigorosa energía y celo.  Se había comprometido en la defensa del derecho del pueblo a encauzarse por derroteros democráticos y pese a las dificultades de toda índole parecía empeñado en cumplir con su tarea.  Aún sus adversarios más acérrimos entendían que él trataba de hacer su papel.  Tenía que irse en algún momento, pero muchos reconocían que sin él sería en extremo difícil llegar al punto de estabilidad relativa que permitiera salvaguardar las débiles estructuras sobre las cuales deberían crearse las instituciones que servirían de soporte al sistema democrático.

Mientras esperaba estoicamente la suerte que le tenía deparado el destino, Balaguer se esforzaba por enderezar la economía y mejorar las perspectivas de la administración que él ya entonces suponía que debía suplantarle para dirigir al país hacia elecciones libres, las primeras en más de tres décadas.  El gobierno había intervenido la Chocolatera Industrial de Puerto Plata como otras tantas propiedades de los Trujillo.  Por instrucciones suyas el director general de Administración, Control y Recuperación de Bienes del Gobierno, Fidel Méndez, había logrado ubicar más de un millón de dólares depositado por esa empresa en el exterior.  El dinero, depositado en una cuenta de la Chocolatera en una sucursal de The Royal Bank de Nueva York, había sido recuperado y trasladado a las arcas del Banco Central.  Era una suma cuantiosa para una economía como la dominicana que reflejaba dramáticamente el nivel de utilidades generado por las Empresas bajo el control de los Trujillo.

En los meses anteriores a la muerte del dictador, el boicot decretado por la Organización de los Estados Americanos (OEA), tras encontrarse a Trujillo culpable de complicidad y organización en el atentado contra el presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, había contribuido a debilitar el régimen férreo de treinta años.  Y a hacer más rigurosas las calamidades de la población.  Los precios de los alimentos se habían incrementado y muchos otros escaseaban.  El desempleo laceraba brutalmente las posibilidades de la gente común.  En sentido general, las condiciones de vida de la mayoría habían descendido en términos reales y concretos.  Las vicisitudes derivadas de las sanciones diplomáticas y económicas impuestas a Trujillo por el atentado contra Betancourt, habían, sin duda, erosionado la credibilidad y confianza del pueblo en el tirano, al que había adulado con tanto fervor durante años.

Balaguer se había propuesto obtener el levantamiento de las sanciones.  Las mismas imposibilitaban el mejoramiento de la economía.  El estancamiento constituía, de hecho, un obstáculo al proceso de democratización.  Los sectores políticos partidarios de un régimen basado en el libre juego de las ideas, si bien propugnaban por una salida de Balaguer, respaldaban sus esfuerzos para librar al país de un lastre tan penoso como el boicot regional.  La impresión el primer día del año era que la OEA se encaminaba a poner fin al período de aislamiento al que se había condenado a Trujillo. Fuerzas internas actuaban, sin embargo, para evitarlo.  Los grupos de izquierda, aguijoneados por Cuba, entendían que el boicot podía serles útil todavía.  En medio de esas rivalidades, el gobierno, cada vez más débil y carente de apoyo, luchaba tenazmente por evitar el naufragio del proceso.

Noticias del exterior contribuían a mantener cierto grado de optimismo, en medio de la violencia y el desorden y la pérdida del principio de autoridad producto de la falta de un gobierno fuerte.  En Washington, el presidente John F. Kennedy había anunciado su intención de recomendar una revisión amplia de la Ley azucarera, lo que daría oportunidad a las naciones suplidoras, como la República Dominicana, a mejorar su participación en ese mercado de precios preferenciales.  El boicot de la OEA alejaba, sin embargo, las posibilidades de que una acción de esa naturaleza beneficiara la economía nacional.  El levantamiento se presentaba como una tarea de la mayor prioridad.

 Los problemas tenían un matiz principalmente domésticos.  A las dificultades de orden natural legadas por la tiranía se sumaban las propias del debate político partidario. Balaguer había cerrado el año 1961 con un nombramiento sorpresivo.  La designación como Secretario de Estado de Trabajo de Nicolás Silfa, una connotada figura opositora perteneciente al Partido Revolucionario Dominicano (PRD), de Juan Bosch, que aspiraba a la Presidencia, desató una controversia en la que el gobierno figuraba como el blanco de las críticas.  Según Bosch, el partido nunca fue consultado y Silfa asumiría la posición a título personal.  Poco después arreciaba sus críticas asociando la designación a un plan para socavar la unidad interna del PRD.  Ello, advirtió, tendría repercusiones en el desenvolvimiento democrático.  Dentro del contexto general de la situación, la polémica complicaba las cosas, alejaba las posibilidades de que el nombramiento implicara cierto grado de apoyo político al Gobierno.

Abrumado por estos antecedentes, Sánchez y Sánchez reclinó su cabeza sobre el espaldar del asiento Chevrolet placa oficial, miró a su impasible compañero de misión, el capitán Amiama Castillo, tranquilamente sentado a su lado, y abrió un poco las ventanillas del automóvil.  Una débil y fresca brisa acarició sus rostros.  El coche se detuvo unos segundos ante una esquina y continuó su lenta marcha hacia el edificio de El Caribe, en la parte más oriental de la zona colonia de la ciudad.

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